NESTOR MANZANARES/ EL NEXO DIARIO

 

En algún momento de la vida, todos se enamoran y viven una relación color de rosa. Por más cliché que suene, también te romperán el corazón. Siempre he sido cuidadoso con a quién le doy mi corazón. He tenido mala suerte en mis relaciones, pero hubo una que cambió mi vida. Dos años de puro amor, risas y momentos inolvidables… hasta que terminó.

Yo no estaba listo para dejar ir. Estaba convencido de que si ponía unas cuantas curitas en nuestros corazones, podría recuperar a mi amor. Estaba dispuesto a intentarlo. Pero mi “amor” no lo estaba.

El calendario marcaba cinco meses sin contacto. Todos dicen que el “no contacto” es la mejor cura. Pero nadie habla del dolor en las entrañas, del desconsuelo y de cómo tu rutina diaria comienza a desmoronarse. Las inconsistencias se vuelven tu nueva normalidad. Escenarios falsos corren libres en tu mente. Te acuestas con esperanza y despiertas con decepción.

“No merecemos esto”, susurro mientras tomo la mano de mi mejor amiga. El silencio angustiante de esos cinco meses me seguía a todas partes, esperando—con la esperanza—de un mensaje, una llamada. Mi celular sonaba a las 2 a.m., y me despertaba de golpe pensando que era esa persona. Ya no podía caminar por las mismas calles que antes recorríamos juntos. No podía escuchar a Karol G, nuestra artista favorita. “Si Antes Te Hubiera Conocido” antes me hacía felíz. Ahora me envolvía en incomodidad. Dejé de escucharla por completo.

Evitaba el Zócalo, nuestro restaurante mexicano favorito en Isla Vista. Imaginaba a mi amor devorando un burrito de pollo y riéndose de algo que solo yo entendería. Esa imagen sola era suficiente para mantenerme alejado.

Cuando salió el nuevo álbum de Bad Bunny, Debí Tirar Más Fotos, en enero, me pegó diferente. Explora la complejidad de extrañar a alguien a quien una vez amaste incondicionalmente. Pero el título no encajaba conmigo: mi celular ya estaba lleno de demasiadas fotos y demasiados recuerdos. Si acaso, yo lo habría llamado Debí Tirar Menos Fotos.

Sus letras me atravesaban como el viento frío entrando por una ventana entreabierta. No tenía respuestas, solo sentimientos. La depresión me envolvía como un abrigo pesado. Estaba triste, miserable. Era una etapa que nunca antes había vivido. Traté de combatirlo: con el gimnasio, caminatas, corriendo, borrando redes sociales. Pero sanar no es lineal.

No fue hasta las vacaciones de primavera que comencé a encontrar claridad. Viajé a Puerto Vallarta, México, con dos de mis mejores amigos—personas que han estado conmigo durante la mitad de mi etapa universitaria y durante esta dolorosa ruptura.

Irónicamente, habíamos planeado el viaje meses antes. Se suponía que íbamos a ser cuatro: mis dos mejores amigos, yo y mi ex amor. Ese detalle me perseguía. Aun así, no estaba listo para admitir que el amor se había convertido en otra cosa—algo que tenía que dejar ir. Seguía preguntándome: “¿Por qué a mí?” y “¿Por qué se van justo cuando más los amas?”

Entonces llegó el océano.

Las cálidas olas azul claro del Pacífico me ofrecieron las respuestas que las palabras no podían. En la playa de Conchas Chinas—conocida por su arena suave y agua serena—nos acostamos bajo un cielo pintado con pinceladas de violeta, naranja y azul profundo. El sol se ponía frente a nosotros. Escuchábamos a The Marías. Se sentía como una película. Pero en mi corazón, la pregunta seguía: ¿Todavía puedo arreglarlo?

Me levanté, atraído por el océano. Caminé tambaleándome sobre la arena suave hacia el gran azul. El agua tibia besaba mis pies y poco a poco, me acerqué al horizonte. Las suaves olas me mecían de un lado a otro como un objeto flotante. El agua ya me llegaba más allá del ombligo. La luz neón naranja del sol me cegaba.

De repente, la arena se movió bajo mis pies. Intenté avanzar más, pero cada paso era más difícil. Cuanto más profundo me metía, más peligroso se sentía. Fue entonces cuando me di cuenta: el océano era mi amor. Hermoso, lleno de misterio—pero también capaz de tragarme por completo. Si me rendía ante él, me ahogaría. Si seguía persiguiendo algo que ya no me quería, me perdería a mí mismo.

Mi corazón empezó a latir rápido—no por amor, sino por miedo. Las olas me arrastraban. El agua me llegó al cuello. Me di la vuelta y vi a Kim, una de mis mejores amigas, gritando:

“¡Néstor! ¡Sal de ahí! ¡Te vas a ahogar!”

Ese fue el momento en que supe—tenía que dejar ir.

Tan magnífico y lleno de vida como es el océano, también guarda sus peligros. Y así mismo era el amor que una vez tuve. Fue hermoso, pero se terminó. Tenía que seguir adelante. Tenía que elegirme a mí mismo. Tenía que encontrar paz en mi propio reflejo, no en los ecos de lo que alguna vez fue.

NESTOR MANZANARES/ EL NEXO DIARIO

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