CORTESÍA DE PICPEDIA

 

La tecnología, y en especial una de sus manifestaciones más influyentes: las redes sociales, han llegado a cambiarlo todo. Nos abren un mundo de posibilidades para conocer personas de distintas partes del mundo. 

Si bien esto ha traído numerosas ventajas a nuestra vida diaria—como mantenernos en contacto con amigos y familiares a larga distancia o poder comunicarnos de forma inmediata con cualquier persona—, también ha transformado la manera en que nos enamoramos.

En los últimos años se ha normalizado el uso de las redes sociales y las aplicaciones de citas como medios para encontrar a nuestra “alma gemela”. Hemos pasado de las típicas historias de amor que solíamos escuchar de nuestros padres: “Tu papá y yo nos conocimos porque era mi vecino”, “Conocí a tu mamá en una reunión de la preparatoria”, “Nos presentó un amigo”, a nuevas versiones que quizá escuchen las futuras generaciones: “Tu papá me dio match en Tinder”, “Tu mamá me respondió una story en Instagram”, o “Tu papá me mandó solicitud en Facebook”

Esto no es necesariamente algo malo; pero sí demuestra cómo hemos perdido cierta conexión humana y cómo se ha normalizado el uso de la tecnología como el principal medio para interactuar con los demás.

Este cambio resalta el nuevo papel que las redes sociales ocupan en nuestra sociedad y los fenómenos que generan en nuestros comportamientos. Las redes no solo nos permiten conocer a más personas, sino que también pueden distorsionar nuestras expectativas y desensibilizarnos frente al valor real de las conexiones humanas. 

No quiero decir que nos hayamos vuelto más superficiales, pero este acceso ilimitado a tantas opciones nos ha hecho más exigentes y, quizá, nos ha despegado de la realidad al momento de buscar el amor.

Hoy en día, muchas personas dan demasiada importancia a la imagen que proyectan en su perfil: el chico musculoso que nunca falta al gimnasio, la chica que siempre luce perfecta, el joven que presume una vida llena de lujos o la chica que aparenta ser siempre feliz y rodeada de amigos. Sin embargo, muchos de estos alter egos digitales no reflejan quiénes somos realmente, sino la versión idealizada que deseamos mostrar al mundo.

Creemos conocer a una persona tan solo por la forma en la que se muestra en sus redes sociales, sin detenernos a pensar que lo que vemos es solo una pequeña parte, cuidadosamente seleccionada, de su vida. 

Este fenómeno ha moldeado la forma en que percibimos las relaciones: pensamos que no debemos conformarnos porque hay tantas personas “interesantes” en línea y tantas posibilidades al alcance de un clic. 

Entonces, ¿para qué ir a una segunda cita si la primera no fue perfecta? Después de todo, siempre hay “más peces en el mar”, o mejor dicho, en Instagram. Vivimos comparando y buscando constantemente lo que parece mejor, creyendo que el pasto siempre es más verde del otro lado, sin darnos cuenta de que esa búsqueda incesante nos aleja de la autenticidad y de las conexiones reales.

Incluso se ha dado el fenómeno de las parejas que buscan seguir tendencias en redes sociales como una forma de comprobar su amor, lo que ha generado expectativas poco realistas sobre cómo debe mostrarse y vivirse una relación. En lugar de valorar la autenticidad y la intimidad, muchas parejas sienten presión por demostrar públicamente su afecto, como si el amor necesita validarse a través de “likes”, comentarios o publicaciones. Cualquier acto que no se ajuste a este modelo idealizado suele interpretarse como falta de interés o de esfuerzo.

Esto se refleja en tendencias virales como el “día del novio” o el “día de la novia”, donde si alguno de los involucrados no publica una foto o historia sobre el otro, se considera una ofensa o señal de desamor. Lo mismo ocurre con modas más recientes, como regalar flores amarillas en septiembre, organizar una petición “buchona” con letras gigantes y caminos de pétalos de rosa, o colocar la inicial de la pareja en la biografía del perfil. Si alguno de estos gestos no se cumple, se interpreta como que la relación “no es real” o que “te están ocultando”.

Estas demostraciones, aunque en apariencia inofensivas, refuerzan la idea de que el valor del amor se mide por su visibilidad en redes sociales, en lugar de por la sinceridad de los sentimientos o la calidad del vínculo. De este modo, el amor deja de ser una experiencia íntima para convertirse en un espectáculo público, moldeado por las tendencias digitales y la aprobación ajena.

Otro factor que ha cambiado la percepción de las relaciones amorosas son los TikTok’s de los llamados “gurús del amor”, creadores de contenido que hablan desde su propia perspectiva y presentan sus opiniones como verdades universales. 

Estos influencers suelen generalizar comportamientos y actitudes de todo un género —ya sea hombres o mujeres—, ofreciendo “consejos” que muchas veces simplifican en exceso la complejidad de las relaciones humanas. Promueven la idea de que existe una receta única para el amor, como si bastara seguir ciertos pasos o cumplir determinadas reglas para garantizar el éxito sentimental. 

Sin embargo, ignoran que cada persona ama y desea ser amada de manera distinta, y que no todas las parejas funcionan bajo los mismos patrones.

Este tipo de contenido contribuye a la creación de estereotipos emocionales, donde se idealiza un modelo de relación “perfecta” y se desvaloriza cualquier vínculo que no encaje en esas expectativas. En lugar de fomentar la comprensión y la empatía, muchos de estos mensajes generan confusión, inseguridad y comparaciones constantes, alejándonos de una visión más realista, humana y diversa del amor.

El amor debería vivirse fuera de las redes sociales, en un espacio más auténtico y presente. Las comparaciones constantes y los consejos superficiales de los llamados “expertos en el amor” han hecho que muchas personas se olviden de lo esencial: el amor no se demuestra con publicaciones, sino con atención, empatía y presencia real. 

Deberíamos volver a valorar la interacción humana genuina, esa que no necesita filtros ni validación externa, porque conocer verdaderamente a alguien va mucho más allá de observar su perfil o sus historias. 

Uno se enamora de una persona cuando se toma el tiempo de comprenderla: cuando la escucha hablar con pasión sobre lo que ama, cuando ríe, cuando está triste, motivada o enojada, cuando simplemente se muestra tal como es. No por la calidad de sus fotos, la música que elige para su historia, o el lugar que visitó en vacaciones. 

Al final, el amor auténtico no se construye con likes, sino con momentos compartidos, con miradas sinceras y con la capacidad de ver y aceptar al otro en su forma más humana.

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